El 26 de diciembre de 1991, ocurrió un evento de gran importancia en la Historia mundial. Fue la disolución de la Unión Soviética, un suceso con enormes repercusiones que pocos habían previsto. Solo el historiador Andrei Amalrík y el premio Nobel Alexander Solzhenitsyn, disidentes rusos, tuvieron el valor y la visión de prever este terremoto histórico.
A pesar de que es innegable que la Guerra Fría llegó a su fin, aún hay quienes intentan analizar la situación actual del mundo desde la perspectiva de una época que terminó hace cuatro décadas. Intentar comprender el presente utilizando los paradigmas de la Guerra Fría, incluso desde las ideologías de izquierda y derecha, es un error con consecuencias perjudiciales.
La Historia ha seguido avanzando y sería una necedad intentar comprender la Europa de finales del siglo XIX basándose en la vida de Napoleón, quien fue definitivamente destronado en 1815. Es absurdo e incluso ridículo intentar entender nuestro mundo bajo la influencia de la Guerra Fría. Nuestro mundo ha seguido cambiando desde 1991 y lo que es aún más relevante es que este conjunto de cambios es constante e implica enormes desafíos sin precedentes para la humanidad.
En lugar de ser la democracia y la libertad realidades que se imponen de forma casi natural, la realidad es que están más amenazadas que nunca y esta amenaza no solo proviene del exterior, sino también en gran medida del interior. Un mundo que cambia es un intento de explicar qué es verdaderamente la democracia y su fragilidad, y qué es la agenda globalista, la cual amenaza el patriotismo y la continuidad misma de la democracia.