Era el siglo IV a.C., una época en la que el poderoso imperio fusionado de Alejandro Magno dominaba el mundo, mezclando las civilizaciones occidental y cristiana. Mientras tanto, las ciudades griegas habían sido heridas de muerte y el malestar de la época se manifestaba en diferentes formas.
En medio de este caos, apareció un hombre griego descarado, audaz y desafiante de las convenciones sociales. Este hombre se llamaba Diógenes, filósofo de Sinope, y se decía que vivía en un tonel y vestía de forma humilde.
Cuando el poderoso Alejandro Magno se encontró con Diógenes y le preguntó qué podía hacer por él, el filósofo, imperturbable, le pidió que se apartara para que no le tapara el sol. En otra ocasión, Diógenes pedía limosna a una estatua y, al ser cuestionado sobre la razón, respondió que se estaba acostumbrando a ser rechazado.
Estas y otras anécdotas fueron recopiladas por Diógenes Laercio en su obra Vidas de los filósofos, y a lo largo de los siglos han alimentado la leyenda de este rigoroso e irreverente filósofo, discípulo de Antístenes.
La ética del cínico consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza y la virtud, sin prestar atención al poder y los honores que son considerados vanos y mundanos.
La virtud fue la compañera constante de Diógenes el Cínico, un filósofo aficionado a la crítica y a vivir al margen de la decencia. Incluso siglos de adoración ciega y falsa, así como imperios malvados inflados por la vanidad y el poder, no lograron eclipsar su brillante estela.
Aunque Platón lo considerara simplemente un Sócrates enloquecido, la vida de Diógenes continúa despertando la curiosidad y admiración de muchos, a pesar de los milenios transcurridos.