El planteamiento de El laberinto de las aceitunas es tan absurdo que permite cualquier atentado contra las normas del realismo, e incluso de la verosimilitud, como, por ejemplo, que sea el propio detective loco quien cuente su aventura en un estilo heterodoxo, vulgar y culterano. Huelga decir que se trata de un relato humorístico, remotamente emparentado con la literatura picaresca y el esperpento.
El laberinto de las aceitunas sitúa nuevamente en el centro de una espiral de intriga al detective manicomial y paródico que protagonizará El misterio de la cripta embrujada. Arrastrado por el azar más disparatado, en esta ocasión ha de enfrentarse a una desconocida red de maleantes que a toda costa trata de recuperar un maletín repleto de dinero y perdido en curiosas circunstancias.
No es menos deslumbrante aquí que en sus obras anteriores la capacidad de Eduardo Mendoza para la escritura que contiene en sí su propia caricatura, a la vez que la de un género, el policiaco, y la de una sociedad multiforme, ridícula y degradante que sólo puede ser reconocida a través de los más variados registros expresivos. Pero su imaginación literaria va esta vez todavía más lejos: en un triple salto mortal llega, por la distorsión de la peripecia policial, no ya al reino del humor y el absurdo, sino al de la fabulación que roza, tras lo esperpéntico, el área del prodigio surreal.