Nací defectuoso. En el preciso momento en que vi la luz del mundo, mi cuerpo fue marcado por el VIH. Mis progenitores, sumidos en la adicción, no podían ofrecerme un hogar estable. Además, mis abuelos se encontraban sumidos en el dolor de perder a dos hijas - una de ellas, mi madre -, y yo me veía destinado a convivir con un abuelo autoritario y una abuela valiente, pero herida por todo lo vivido. Con el tiempo, en el colegio religioso en el que estudiaba, todos me zarandeaban con el despectivo apodo de maricón. El acoso me llevó a acudir al defensor del menor y me sumió en una situación tan insoportable que me impidió asistir a clase durante un año entero.
Cuando decidí dar forma a mi organización sin ánimo de lucro, Proyecto Kintsugi, encontré inspiración en el antiguo arte japonés: miles de años de historia abrazados por la restauración de piezas de cerámica rotas. Sin embargo, este arte posee un rasgo característico: una vez que los fragmentos son meticulosamente ensamblados, las grietas se cubren con oro, creando así un objeto único, nuevo e irremplazable.
El Kintsugi es mi paradigma existencial, mi filosofía. Cada uno de nosotros es una pieza de cerámica que, inevitablemente, se quiebra. Sin embargo, es necesario aprender a apreciar la belleza de las cicatrices y reconstruirnos a nosotros mismos con autodeterminación, fuerza y resplandor.
El autor