Allí, justo al lado de la iglesia, se podía ver un tejado con una serie de arcos, debajo del cual se encontraba un viejo cartel de madera desgastada en el que apenas se podía leer ESCUELA.
Junto a la escuela, se encontraba la casa del maestro, con paredes blancas que mostraban algunas grietas, y un porche sostenido por columnas de madera cuya pintura había sido corroída por el paso del tiempo.
La señora se acercó a mí y me hizo la pregunta:
—¿Cuántos habitantes tiene este pueblo?
—Unos trescientos —le contesté, aunque en realidad podría haber dicho cualquier otro número. En aquel entonces, sólo conocía a algunos vecinos y a mis amigos de la pandilla.
El pueblo, si se podía llamar así, estaba compuesto por una docena de pequeños asentamientos dispersos por todo el valle. Como no contaba con un Ayuntamiento propio, no se llevaba un registro estadístico y siempre fue difícil determinar el número exacto de habitantes.
Don Tomás, el cura encargado de decir las misas los domingos y días festivos, siempre había afirmado que sus feligreses eran alrededor de ochocientos.